“Aunque tuve 15 maridos de asiento
a ninguno de ellos les fui infiel”, me dijo
Doña Shika Lheo, a pesar de que fue la joven más estigmatizada por el cura que cada domingo levantaba una homilía de ñapa contra aquella joven que llevaba el demonio por dentro, que sufrió el desprecio y la envidia de las otras zagalas de Pueblo Bonito porque no perdía oportunidad para quitarles sus novios y amantes, también fue la mujer más apetecida por los 15 jefes de las petroleras que a lo largo de veinte años dirigieron la explotación del hidrocarburo en los corregimientos de la Isla de Mompox.
El primero que la apeteció fue Mr. Kent, un gringo de casi dos metros de alto, rojo y arrugado como un tomate podrido, que cargaba en el falo de sus placeres una venérea crónica desde que llegó a su pubertad y fumaba habanos con un corazón de marijuana y que perdió la cabeza por ella desde el día en que la vio en las calles polvorientas de Pueblo Bonito, vestida con un mochito raído y una blusa que apenas si le ocultaba los erectos senos. Shica Lheo, tenía entonces catorce años y había, crecido pura, cerrera y salvaje, pescando moncholos y bagres a orillas del río.
Después vendría otro y otro más, hasta que sumó quince gringos, que no solo regresaban alegres y rebosantes de felicidad al país del norte, sino que dejaban sembrada en aquellas tierras pródigas la semilla de la gonorrea y el chancro y, también del progreso.
- “Fueron quince maridos de asiento que tuve y a ninguno de ellos les fui infiel”, me dijo, sentada en su poltrona estilo Luis XV mientras leía las Rimas de Bécquer y daba órdenes a la servidumbre para que atendieran a sus invitados.
Y fue así. Doña Shika Lheo se hizo famosa a mediados de los años cincuenta porque parió quince hijas que traían como emblema el lunar con la forma de murciélago en la pantorilla derecha, cada una de un yanqui diferente, pero que fueron reconocidas en las oficinas de las notarías por sus propios padres, bautizadas todas con el nombre de María y educadas en instituciones de buen prestigio. El padrino de cada una era el gringo que llegaba a dirigir el campo petrolero. “Cuando llegaban lo primero que hacían era preguntar por Shika Lheo”.
Con el único jefe de las petroleras que no llegó a tener relaciones fue con el último de todos ellos, un colombiano, para más señas, descendientes de las etnias wauyus, educado con una beca en Londres, y lo primero que dijo cuando llegó a Pueblo Bonito fue “yo no he venido aquí a comer sobras”, cuando ya el petróleo llegaba a su fin, y en aquellos terrenos reinaba la miseria y la soledad.
Aunque Shica Lheo parió la última hija cuando apenas cumplía los 33 años y seguía siendo una mujer hermosa y perseguida por sus paisanos, nunca jamás le abrió el corazón a ninguno de ellos porque “para mi era una cuestión de honor seguir siendo fiel al último de mis maridos”.
Hoy doña Shika Lheo, vive como una reina, rodeada de sus quince hijas, de los maridos de éstas y de sus nietos. Ya nadie la estigmatiza y muy poca gente la recuerda cuando andaba por las calles, suelta al viento, con sus cuerpo moldeado como el de una avispa panelera y era llamada por sus amigas la “jopo alegre”.
Si así como se los estoy contando. Hoy todo el mundo le dice doña Shika Lheo, y hablan de ella como si fuera una santa.
No obstante, doña Shika Lheo, a sus setenta años es consciente de la vida libertaria que llevó en sus tiempos de niña, cuando vivía con su padre en una casa de barro en la Albarrada de Pueblo Bonito y para subsistir debía pescar cada mañana moncholos y barbules. Ahora orgullosa de sus hijas, y de todo cuanto hizo, no le da pena decir que todo lo que usted ve aquí me lo gané con esta finquita que me dejó mi mamá, y se señala con el índice de la mano derecha el triángulo de la felicidad.
Diario La Verdad, 2005
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