A finales del año pasado una estudiante de periodismo de una universidad local, en el parque de Bolívar, cuando departía con otros amigos acerca de la bravura y gregarismo de la maríamulata me preguntó a quemarropa, poniéndome el micrófono en la nariz para que le respondiera que opinaba de la infidelidad. Naturalmente que me cogió fuera de base, pues esa palabra jamás estuvo en mi diccionario, hasta ese día en que me tocó hacerle toda una disertación desde los tiempos de la mitología griega, pasando por la Biblia y aterrizando en nuestros días.
Vine a comprender el sentido de la pregunta pocos días después cuando le comenté al poeta José Ramón Mercado acerca de lo que me había sucedido con la joven periodista. No seas marica, me dijo, pégate a la televisión y mira los bodrios y culebrones para que comprendas donde está la respuesta. Y ha sido así. Me toco multiplicarme y grabar más de un episodios para mirar, estudiar y analizar las escenas, los viñedos y comprender que en cada capítulo, hay una escuela que enseña a ser infieles, tanto a hombres como a mujeres.
Y es que esta compleja situación de buscar una nueva compañía, sea como pasatiempo o para establecer relaciones permanentes no es nueva. En la mitología griega, las más casquivanas eran las diosas y la campeona de la infidelidad fue Afrodita, la diosa de la belleza y del amor. Casada con Vulcano, el dios del fuego, que vivía en la falda del Volcán Etna, no solo le fue infiel con el prepotente Marte, dios de la guerra, sino que también le fue infiel con cuanto mortal encontraba en sus caminos. Por el lado de los dioses sucedió lo mismo. Zeus, realizó toda clase de piruetas y triquiñuelas para eludir la tenaz vigilancia de Hera, la diosa protectora del matrimonio.
No obstante la pregunta que me hizo esa vez la estudiante me siguió martillando y también se la espeté a algunos amigos y cada uno me respondió según su profesión: “es una enfermedad”, me dijo un médico. “Es una locura”, me dijo el siquiatra. “Es la violación a la ley”, me dijo un jurista. “Pecar contra el 6 mandamiento”, me dijo un sacerdote católico. “Es una chiva”, me dijo un periodista. “Es tener otro papá u otra mamá”, me dijo un niño que encontré jugando en el parque. “Es la una nueva opción”, me dijo un filósofo.
Es de anotar que ninguna sociedad, por muy recatada que sea ha escapado a este juego loco en el que entran varios ingredientes que endulzan un poco el amor. Hace poco la prensa inglesa, como siempre lo ha sido, sensacionalista y escandalosa, publicó una encuesta en que la mayoría de los consultados, especialmente las mujeres de la Gran Bretaña, manifestaban que les gustaba hacer el amor después del almuerzo, en la silla trasera del carro y era mucho más emocionante si se hacía con el amante. Recientemente una encuentra reveló que de cada 5 mujeres 2 han sido infieles y de cada 8 hombres 6 han tenido una relación fuera del hogar..
Todos esos elementos sobre la pregunta que me hizo la estudiante de periodismo esa mañana en que salía de una conferencia, me llevaron a investigar un poco sobre la infidelidad, en un sociedad que se precia de tener una moral cristiana, que trata de imponer en las instituciones de educación normas para la formación de los hijos, pero nunca protestan o dicen nada cuando a la casa en horario triple A ingresa ese visitante incómodo como es la televisión nacional privada, con esa carga explosiva de morbosidad, lascivia, y erotismo, no solo convirtiéndose en la primera y mejor escuela para aprender las triquiñuelas de la infidelidad y de la prostitución, sino que la hace aparecer ante los ojos del país como la más “in”, como lo más normal.
Diario La Verdad, 2006
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